Durante la Edad Media cogieron importancia las ordalías o “juicios de Dios” (Iudicium Dei), que eran pruebas que para comprobar la inocencia o culpabilidad de un acusado. Estas consistían en pruebas que, en su mayoría, estaban relacionadas con torturas causadas por el fuego o el agua, donde se obligaba al acusado a sujetar hierros candentes, introducir las manos en una hoguera o permanecer largo tiempo bajo el agua.

Según el jurista español Francisco Tomás y Valiente, las ordalías consistían en invocar y en interpretar el juicio de la divinidad a través de mecanismos ritualizados y sensibles, de cuyo resultado se infería la inocencia o la culpabilidad del acusado.

Prueba de fuego de Harald Gille, presunto hijo de Magnus III de Noruega. Harald camina descalzo sobre hierros ardientes para probar su ascendencia real. Ilustración de Gerhard Munthe (1899).

Prueba de fuego de Harald Gille, presunto hijo de Magnus III de Noruega. Harald camina descalzo sobre hierros ardientes para probar su ascendencia real. Ilustración de Gerhard Munthe (1899).

Una de las ordalías más utilizadas era la prueba del hierro candente. El acusado tenía que coger con las manos un hierro al rojo un tiempo. En algunas ordalías se establecía que diera 7 pasos tras lo cual se examinaban las manos para descubrir si en ellas había signos de quemaduras que acusaban al culpable. Si alguien sobrevivía o no resultaba demasiado dañado, se entendía que Dios lo consideraba inocente y no debía recibir castigo alguno.

En otras ocasiones, el fuego era sustituido por plomo fundido, aceite o agua hirviendo. El acusado tenía que meter la mano en una olla con alguno de esos elementos y coger una bola pesada que había dentro de ella. Si la mano no sufría daño era considerado inocente.

De estos juicios se deriva la expresión “poner la mano en el fuego”, para manifestar el respaldo incondicional a algo o a alguien, o la expresión prueba de fuego.

La ordalía por agua era muy practicada en Europa, especialmente con los acusados de brujería. El acusado era atado de brazos y piernas para que no pudiese moverse y se le echaba a un río o a un estanque. Si flotaba era declarado culpable mientras que si se hundía se le declaraba inocente. Se tenía el concepto de que el agua acogía al inocente y rechazaba al culpable. Como había riesgo de que el inocente se ahogase –aunque no les preocupaba a los jueces-, el arzobispo de Reims (Francia), Hincmaro, en el siglo IX, indicó que se atara al acusado con una cuerda y así evitar que bebieran mucha agua si se hundían, y así poder sacarlos.

Dado el carácter irracional de estos medios probatorios, las ordalías se sustituyeron por la tortura a partir de la aceptación del derecho romano en la segunda mitad del siglo XII. El papa Alejandro III prohibió cualquier tipo de ordalía. Pese a estar prohibidas, las ordalías continuaron. En el IV Concilio de Letrán (1215), el papa Inocencio III se promulgó un decreto en contra de las ordalías. En el sínodo que tuvo lugar en Valladolid (1322) se estableció: “Las pruebas del fuego y del agua quedan prohibidas, y los que en ellas participen quedan excomulgados ipso facto.”

No obstante, la prueba del agua fría resurgió durante los siglos XVI-XVII contra las acusadas de brujería.

J.A.T.